Argentina 1985”, dirigida por Santiago Mitre, es la película del momento. No es para menos, dado que en sus fotogramas se desliza un capítulo clave de la restauración del Estado de derecho en el país. Y con el ojo puesto en dos de sus artífices, el fiscal Julio Cesar Strassera (Ricardo Darín) y su adjunto, Luis Moreno Ocampo (Peter Lanzani).
Pero vayamos hacia la versión real de esta trama. Y con un rulo previo.
Sería abril o mayo de 1976. Una noche particularmente fría, bajo la cual hubo un episodio –diríase– costumbrista que no merece ser olvidado.
Fue en un restaurante de la avenida Santa Fe. El salón estaba lleno. De pronto, un vozarrón aguardentoso se impuso sobre el murmullo:
–¡Si Videla no la fusila a Isabel, hay que fusilar a Videla!
Era el vozarrón de un septuagenario trajeado de negro, con un escudito del Círculo Militar en la solapa. Ocupaba una mesa con la esposa y otras dos parejas de su edad.
El murmullo inmediatamente cesó. El silencio que sobrevino era espeso, asfixiante. En ese silencio palpitaba el miedo. El tipo, que tenía alguna copa de más, volvió a bramar esa misma frase. Entonces, su esposa le exigió recato.
Pero el miedo siguió flotando en el aire. Hasta que, tras unos segundos que parecieron interminables, se oyó el tímido sonido de algún cubierto sobre un plato, seguido –con prudencia– por otros sonidos idénticos. Seguidamente, se produjo la lenta resurrección del murmullo.
Todo volvió a la normalidad. Como si nada hubiera pasado. Aquella había sido una gran escena de la última dictadura. Una muestra palmaria de que, a solo semanas del fatídico 24 de marzo, el espíritu público comenzaba a naturalizar el horror.
El país entero volvía a la normalidad. A esa normalidad. A la incipiente normalidad del nuevo régimen. Como si nada hubiera pasado. La vida cotidiana acababa de tomar otro cariz.
¿Acaso en ese instante alguien hubiera imaginado que, casi una década más tarde, un tribunal democrático juzgaría a los máximos responsables del genocidio más atroz de la historia argentina?
Al respecto, nada mejor que una ya amarillenta fotografía fechada el 18 de septiembre de 1985. Exhibe un plano general de la Sala de Audiencias del Palacio de Justicia de la Nación. El sitio está colmado. Los magistrados y los fiscales lucen adustos. Los acusados –nueve comandantes de las tres primeras Juntas Militares del denominado “Proceso”–, de espaldas, están tiesos, como para no ceder ni una pizca de marcialidad. La imagen es estremecedora.
Ese día, Strassera –quien había cristalizado la acusación con su equipo de colaboradores, un puñado de empleados veinteañeros– concluyó su alegato con las siguientes palabras:
–Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: ¡Nunca más!
Cabe decir que esta trama nos remite a otra por su increíble semejanza. Una trama ocurrida 22 años antes muy lejos de Buenos Aires.
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Amnesia con chucrut
Al respecto, nada mejor que una ya amarillenta telefoto fechada el 20 de diciembre de 1963. Exhibe un plano general de la sala de actos del Ayuntamiento de Frankfurt convertido en tribunal. El sitio está colmado. Los magistrados y fiscales lucen togas. Todos de pie. La imagen es estremecedora. En tal escenografía se descorrerá el velo de la tragedia más ominosa del siglo XX. Una escena universal, como sólo unas pocas a lo largo de la historia.
Así comenzó el juicio a los jerarcas de Auschwitz-Birkenau, el principal campo de exterminio del Tercer Reich.
Corría el 27 de enero de 1945 cuando aquel sitio fue liberado por una división de infantería del Ejército Rojo. Los guardias nazis habían huido. Ese día fueron rescatados 7.600 prisioneros. Allí habían sido asesinados dos millones y medio de personas, en su mayoría judíos. Tamaña estadística cayó sobre la conciencia de la humanidad con el peso de una gigantesca roca en el océano.
Lo cierto es que la República Federal Alemana tardó casi dos décadas en llevar al banquillo a los responsables del Holocausto. De hecho, los juicios de Nuremberg, entre 1945 y 1946, fueron obra de las naciones aliadas; en el de Adolf Eichmann, en 1961, intervino un tribunal israelí, mientras que otros procesos notables contra criminales de guerra nazis ocurrieron en países del bloque comunista.
De modo que el juicio de Auschwitz propició el primer vistazo de los alemanes al inapelable espejo de la memoria. Porque desde 1945 en adelante las élites vinculadas al nacionalsocialismo rápidamente volvieron a tomar posiciones en la administración pública, en la Justicia y en la política.
En aquel país no era conveniente hurgar el basural de la historia reciente. Eso también corría para la llamada mayoría silenciosa, demasiado a gusto con los flamantes frutos del “milagro alemán”. Su lema de época: “Donde no hay demandantes, no hay jueces”. Pero la gran obstinación del fiscal general de Frankfurt, Fritz Bauer, hizo que Auschwitz atravesara la conciencia de los alemanes como un fantasma apenas disimulado.
“Es imposible convertir la Tierra en un cielo, pero debemos evitar que la Tierra se convierta en un infierno”, señaló el doctor Bauer en una entrevista al semanario “Stern”, en vísperas del proceso.
Bauer era un jurista judío-alemán de Stuttgart nacido en 1903. Durante el nazismo se refugió en Escandinavia tras huir en 1935 de una mazmorra de la Gestapo.
Ya en Frankfurt a mediados de los años ’50 cristalizó –junto a su equipo de colaboradores, un puñado de fiscales jóvenes– el sueño de alambrar a los culpables. Esa apuesta era ambiciosa: no sólo se pretendía aprehender a los autores materiales e intelectuales de la barbarie sino también dar impulso desde la justicia a la regeneración moral de toda una sociedad.
Así fue como, sin medios ni recursos y muchas veces con plata de sus bolsillos, Bauer y los suyos acumularon una impensada cantidad de documentos y testigos. Tras cinco años de pesquisas, la Acusación Federal de Frankfurt presentó en 1963 un expediente de 700 páginas con los cargos correspondientes. También había 1.700 testigos, casi todos sobrevivientes. Bauer, entonces, dijo: “Si este juicio debe entenderse como parte integrante del proceso penal, entonces deberá ser un aviso y una lección para todos”.
El genocidio industrial
Tal como consta en las actas del proceso judicial, el 4 de febrero subió al estrado el sobreviviente Otto Wolken, un vienés rescatado de Auschwitz por el Ejército Rojo en 1945. Era el primer testigo de cargo. Su declaración arrancó con la llegada en tren a la rampa de Birkenau, donde se realizaba la selección de quienes vivirían y quiénes no.
“Sonaba un vals –dijo, mirando a los verdugos–. La banda del campo ensayaba. La música era suave, bella. No podíamos imaginar que estábamos en las puertas mismas del infierno”.
El campo de Auschwitz fue hijo dilecto de la Conferencia de Wannsee. El 20 de enero de 1942 tuvo lugar en un castillo de aquel distrito berlinés un encuentro de jerarcas del régimen nazi encabezado por el jefe máximo de la Gestapo, Reinhard Heydrich. Entre los otros 13 participantes estaban Adolf Eichmann. En esa oportunidad, se acordó poner en marcha la “solución final del problema judío” que llevaría al Holocausto. Y también hubo protocolos para otras minorías; entre estas, discapacitados físicos y enfermos mentales. Poco después comenzaron los asesinatos masivos.
El complejo de Auschwitz, situado a 50 kilómetros de la ciudad polaca de Cracovia, parecía una enorme planta industrial, impresión robustecida por las chimeneas siempre humeantes de los hornos crematorios. Constaba de tres campos principales: Auschwitz I, Birkenau y Buna-Monowitz. Este último era usado como unidad de trabajo esclavo por la empresa química IG Farben, que producía el gas letal Zyklon B, con el cual fueron asesinados millones de hombres mujeres y niños.
En resumidas cuentas, se trataba de una verdadera fábrica de exterminio; una fábrica cuya cadena de producción –gestionada en todas sus fases por unos 7000 efectivos de la SS– no dejó detalle librado al azar. Esa fue su máxima finalidad.
Ahora el tribunal de Frankfurt mostraba una veintena de sus gerentes. Entre ellos se destacaba el segundo comandante del campo, Robert Mulka, un antiguo despachante de aduana que en Auschwitz se ocupaba de garantizar el suministro de Zyklon B; el delegado de la Gestapo, Wilhelm Borger, un antiguo empleado contable que en Auschwitz investigaba a prisioneros por hurtos y fugas; el jefe de enfermería Josef Klher, un antiguo carpintero que en Auschwitz mató con inyecciones venenosas a miles de prisioneros enfermos. Y el farmacéutico Víctor Capesius, un antiguo empleado de la IG Farben que en Auschwitz tenía bajo su mando el manejo de las cámaras de gas.
Todos ellos oían los relatos de sus crímenes observando con desprecio a los testigos. Los acusados decían no saber ni recordar nada.
–¿Usted sabía que el camión llevaba prisioneros a la cámara de gas? -le preguntó el fiscal a Mulka.
–No fui informado.
–¿Cómo explica que se lo ocultaron?
–No había razón para que me lo informaran. Yo no vi nada.
Ese sujeto en realidad veía el crematorio desde la ventana de su oficina. Miles de prisioneros fueron gaseados allí. Únicamente cuando el doctor Bauer presentó una serie de órdenes de transporte rubricadas por él para comprar Zyklon B, su silencio se quebró. Entonces dijo unas frases inconexas. Tales papeles señalaban que se requería gas venenoso para un “sonderbehandlung” (tratamiento especial). Ese era el código de la muerte por gas.
La insoportable levedad de lss condenas
Tras 182 audiencias, el juicio de Auschwitz culminó el 20 de agosto de 1965. Borger -quien en sus pesquisas policiales supo torturar a 19 personas en simultáneo- fue condenado a prisión perpetua. Mulka, a 14 años de prisión. Igual pena fue para el enfermero Klher. Por su parte, Capesius fue condenado a nueve años.
Otros antiguos jerarcas de Auschwitz fueron beneficiados con sentencias que oscilaron entre los siete años de cárcel y la absolución. Habían sido juzgados con un código del siglo XIX que no había previsto el delito de genocidio. Por esa razón los fallos resultaron injustamente benévolos.
No obstante, tras develarse la trama de Auschwitz, Europa nunca volvió a ser la misma. Y en el presente, cuando el mundo asiste a la resurrección de los peores instintos de la condición humana, resulta más imperioso que nunca reflexionar sobre esta lección de la Historia.