En el inicio de la quinta jornada de la 37ma. edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, con un espléndido día de sol que puso en jaque la voluntad más cinéfila de ingresar a una sala de cine, la primera proyección fue de “Los de abajo”, del director boliviano Alejandro Quiroga, incluida en la Competencia Internacional.
Con buena parte del elenco presente -incluido el productor argentino Francisco Paparella, director de “Tres hermanos”, también en competencia-, el filme de Quiroga (“Malditos gatos”, 2013; “Ginger’s Paradise”, 2020), fue ovacionado en la inmensa sala del Teatro Auditórium, casi colmada de espectadores que disfrutaron del relato y coincidieron con la prensa especializada, que según cotejó Télam, en su mayoría aprobó la propuesta de “Los de abajo”.
Inscripta decididamente en el género western, la historia sigue el derrumbe de Gregorio (Fernando Arze Echalar), un campesino que trata de sostener sus tierras, secas desde que se instaló un represa y un rico hacendado argentino (César Bordón) controla el agua a su antojo.
Viudo, con un pequeño hijo (Ruiz), y sus padres ya ancianos, incapaz de conectarse con sus afectos y el amor incondicional de una maestra que parece darle una segunda oportunidad (Sonia Parada), la rabia del protagonista no hace más que potenciarse en relación directa con las injusticias que soporta junto a su familia.
El majestuoso paisaje árido y rocoso de la región de Tarija -que recuerdan el Monument Valley de John Ford-, es el marco en donde se desarrolla una tragedia particular. pero que tiene a la desigualdad y los manejos de los poderosos como el origen y la padecer de todos los habitantes de ese pueblo, que por temor y también resignación, parece soportar desde siempre la violencia de las injusticias en silencio.
Más tarde y con el mismo tiempo que invitaba a pasear por la ciudad, se proyectó en una sala 5 del Paseo Aldrey casi completa “Tengo sueños eléctricos”, de la costarricense Valentina Maurel.
La ópera prima de la directora, incluida en la Competencia Latinoamericana, muestra un momento clave en la vida de Eva (Daniela Marín Navarro), una joven a las puertas del mundo adulto, en plena efervescencia sexual, en un contexto familiar difícil y violento, con sus padres separándose y una pequeña hermana tan desconcertada como ella sobre lo que pasa en su núcleo afectivo.
Y lo que sucede desde la óptica de la protagonista es la desintegración de cualquier certeza sobre el comportamiento de las personas que están a su cargo, un padre que deambula en círculos literarios y escribe poesía y su madre, una exbailarina que no sabe bien cómo manejar la separación y tampoco tiene en claro qué hacer con esa hija adolescente bajo su techo.
El comienzo de la película es perturbador. Toda la familia, todavía unida, va en auto. La tensión entre los padres es evidente y cuando llegan a las puertas de casa el hombre no logra hacer que la llave del garaje funcione y en un ataque incontenible de ira comienza a pegarle cabezazos al portón hasta lastimarse.
“Tengo sueños eléctricos” podría tratarse de la violencia doméstica, pero el filme de Valentina Maurel complejiza la mirada y la puesta al instalar a la violencia como una característica de toda la familia.
Golpes en los brazos, tironeos de pelo, empujones, gritos son parte de la comunicación y paradójicamente aunque cueste procesarlo, la manera de demostrar afecto en cada uno de los integrantes de la familia.
En ese contexto se da el tránsito de Eva, que demuestra una extraña devoción por su padre, a quien acompaña en sus círculos intelectuales y de amigos y se ve expuesta y se involucra en situaciones que de ninguna manera corresponden a su edad.
“Nos queremos a gritos, a veces a golpes, una horda de animales salvajes soñando con ser humanos”, resume el padre en un texto leído en un taller literario ante la mirada de los asistentes entre los que se encuentra su hija, que cruza su mirada con él. Solo ellos parecen entender y el arte parece ser el único y último recurso para explicar lo que les pasa.