Joseph Aloisius Ratzinger, según su nombre civil, el papa Benedicto XVI para el catolicismo, sorprendió al mundo con su renuncia, anunciada el 11 de febrero de 2013 y hecha efectiva día 28 del mismo mes. No había ocurrido un hecho similar en la Iglesia Católica desde 598 años antes, cuando el 4 de julio de 1415 se concretó la dimisión de Gregorio XII. Si bien no hay duda de la excepcionalidad del hecho en el catolicismo, otros papas de la antigüedad también renunciaron. Murió hoy a los 95 años.
Hasta hoy se sigue especulando respecto de los motivos de la dimisión de Ratzinger, si bien él mismo argumento motivos de salud y cansancio para conducir a la Iglesia Católica en momentos muy difíciles debido a graves problemas derivados de las denuncias de abusos sexuales cometidos por obispos y clérigos en muchas partes del mundo, sumado a las dificultades económicas y financieras del Vaticano. Todo indica que, si bien el momento del anuncio de la renuncia fue sorpresivo dentro y fuera de la Iglesia, Benedicto venía madurando la determinación desde mucho tiempo antes, buscando el momento propicio para concretar la decisión y comunicarla públicamente.
La reserva y el sigilo –muy propios de la jerarquía de la Iglesia Católica– fueron en este caso un ingrediente fundamental de la estrategia planteada por el pontífice renunciante: debía sorprender a todos con el anuncio, entre otros motivos para evitar presiones y el armado de nuevas conspiraciones, una de las razones nunca dichas detrás de la determinación de la dimisión. En un editorial de L’Osservatore Romano, el periódico oficial de la Santa Sede, su entonces director Giovanni Maria Vian, sostuvo que “la decisión del Pontífice se tomó hace muchos meses, tras el viaje a México y a Cuba, y con una reserva que nadie pudo romper”. Aparentemente sólo su hermano, el también sacerdote Georg Ratzinger, fallecido el 1 de julio de 2020, estuvo al tanto de la decisión que había adoptado Benedicto XVI.
Ratzinger nunca se refirió públicamente a este tema, pero quienes contradicen esa hipótesis señalan que de haber sido tan premeditada la renuncia, Benedicto habría tomado más recaudos para asegurar una sucesión más afín su orientación doctrinaria.
Desde otro punto de vista se puede señalar también que quizás Ratzinger selló el final de una época que, sumada a la de su antecesor y hoy declarado santo Juan Pablo II, estuvo marcada por el intento de restauración doctrinal y, al mismo tiempo, de pronunciada caída de feligresía católica en el mundo occidental. Benedicto XVI intentó sin éxito revertir mediante ejercicio de la autoridad la decadencia observada hacia el final del pontificado del polaco Karol Wojtyla (1976-2005) y tuvo que hacer frente, no solo a los problemas antes mencionados, sino a numerosas rebeliones internas en el episcopado en general, pero también en la más cercana y aledaña curia romana.
Muchas voces se levantaron cuando se conoció la renuncia de Ratzinger para advertir que sería muy difícil para la Iglesia convivir con dos papas: uno emérito y otro en ejercicio. Se habló incluso de los problemas que podrían derivarse de una suerte de conducción bicéfala, dentro de la cual Benedicto XVI podría seguir ejerciendo un poder residual que dificultaría a su sucesor.
El teólogo suizo Hans Küng –de la misma edad del papa renunciante y colega de Ratzinger en el Concilio Vaticano II (1962-65)– puso en alerta sobre los problemas que podrían plantearse. Habló de “interferencia secreta, no controlable”, afirmando que a pesar de estar afuera, Ratzinger seguiría estando “en el corazón del Vaticano”. Y se refirió también a una “comunicación continua entre el palacio papal y el papa emérito”.
Quienes han seguido de cerca la historia de la Iglesia bajo el gobierno pastoral de Francisco desmienten esta situación, aunque reconocen que la comunicación entre los dos papas fue fluida. Pero ese diálogo se atribuye más a eventuales consultas de Bergoglio con su antecesor y al respeto que el argentino tenía por el alemán, que a las pretensiones de Benedicto XVI de interferir en las decisiones de Francisco. Sí es verdad que, en más de una ocasión, los sectores más conservadores del episcopado intentaron salvaguardarse bajo el manto de Ratzinger para contradecir y limar la autoridad de Bergoglio. Todo indica que, a pesar de muchas diferencias doctrinales y eclesiológicas entre los dos papas, Benedicto XVI nunca aceptó prestarse a ese tipo de maniobras.
Se sabe que desde su renuncia Ratzinger mantuvo una actitud recatada y silenciosa, tomando distancia del lugar de poder que ocupó como Papa y desde mucho antes como una figura clave en el Vaticano secundando a Juan Pablo II.
Uno de los grandes interrogantes que abrió Ratinger con su dimisión es si con ese gesto no estaría inaugurando un nuevo período en la historia de la Iglesia que deje atrás la costumbre del papado vitalicio. Si bien esa pregunta no puede responderse hasta el momento, vale decir que Francisco, un papa que ha brindado numerosas entrevistas periodísticas y dispuesto a hablar sobre casi todos los temas que se le presentan, nunca planteo la posibilidad de resignar su pontificado. Más bien, quienes hablan con él aseguran que aún reconociendo que sus fuerzas van mermando por el desgaste lógico que produce la edad y el trajín de la gestión, Francisco no da indicios de querer retirase y más bien sigue proyectando nuevas iniciativas pensando en la continuidad de su pontificado.