Lo primero que hay que analizar desde el exterior de EE.UU. es el conjunto de imágenes de destrucción con las que los candidatos describen el presente del país: más de 200.000 muertes por coronavirus, disturbios continuados en las grandes ciudades, incendios naturales imparables, acusaciones de corrupción, fraude electoral y hasta “carteros vendiendo las boletas electorales”.
Una potencia de este nivel, que durante los años 90 se convirtió en el único paradigma existente sobre la faz de la tierra, hoy parece un país devastado, en guerra, según las narrativas de sus propios líderes. No hablamos del envalentonado debate, sino de la descripción que hacen de la nación.
Quizá lo más grave no es lo que ha pasado, que ya lo es bastante, sino las mutuas acusaciones de lo que sucederá en estas elecciones, en torno al 3 de noviembre y la certeza de ambos de que el choque electoral no se resolverá el propio día, sino incluso semanas después. Trump está preparado para cantar fraude si los resultados le son adversos: “Están haciendo trampa”, dijo. Biden, a su vez, vislumbra un escenario tardío, muy tardío, para la declaratoria de un vencedor.