El 20 de noviembre de 1942, en el cine Ambassador de Lavalle y Esmeralda se estrenó “La Guerra Gaucha”, de Lucas Demare. Se trata de una recreación de episodios de la lucha por la independencia según el libro de relatos de Leopoldo Lugones, que protagonizaron Enrique Muiño, Francisco Petrone, Angel Magaña y Amelia Bence. Un genuino clásico del cine nacional.
En verdad, la historia se inició un año antes, cuando sus responsable empezaron a volcar sus ideas en los primeros borradores de su propia historia, la de un grupo de respetada gente de cine desocupada que se unió para dar nacimiento a una productora con el modelo estadounidense de la exitosa United Artists de Chaplin, Fairbanks y más en Hollywood, pero a la criolla
El 26 de septiembre de 1941 los actores Enrique Muiño, Elías Isaac Alippi, Francisco Petrone, Ángel Magaña, el asistente de producción Enrique Faustin, y casi de inmediato, el director Lucas Demare, todos ellos reunidos en el bar El Ateneo, de Cangallo (hoy Perón) y Carlos Pellegrini fundaron el emblemático sello Artistas Argentinos Asociados (AAA).
La primera película que soñaron con respaldar fue, precisamente, “La Guerra Gaucha”, basada en el relato del erudito modernista Lugones, publicado 1905, a propósito de la epopeya de Martín Miguel de Güemes en el norte argentino, una ficción histórica repasada por el poeta y periodista Homero Manzi a cuatro manos con el escritor y guionista Ulises Petit de Murat.
De los 23 cuentos que conforman la obra de Lugones, los adaptadores se quedaron con siete que sirvieron para dar forma a ese guión único: “Dianas”, “Alerta”, “Estreno”, “Sorpresa”, “Juramento”, “Al rastro” y “Carga”.
Sin embargo y por problemas de salud de Alippi y luego su deceso, uno de sus posibles protagonistas, el debut de la productora terminó siendo con “El viejo hucha”, de Demare y con Muiño, una postergación que terminó complicando la producción de la adaptación de Lugones, percance que forzó a vender los derechos de exhibición a los Estudios San Miguel de los hermanos Miguel y Narciso Machinandiarena.
Los 269.000 pesos de 1942 que insumió, equivalentes a 55.000 dólares (ese mismo año “Casablanca” tuvo un presupuesto de 950.000), alcanzaron en forma muy ajustada para cubrir a sus técnicos, el elenco, los más de 1000 extras y su gran vestuario sumado a la escasez de material virgen producto de la crisis derivada de la ya desatada Segunda Guerra Mundial.
El rodaje tuvo lugar en la Quebrada de Escoipe, que va desde Chicoana hasta el pie de la Cuesta del Obispo, a 57 kilómetros de la ciudad de Salta, costeando el río de igual nombre. Región selvática con cerros multicolores (para aquellos tiempos del pujante cine nacional el color era una ilusión que recién se materializaría en la segunda mitad de la década siguiente) y la mayor parte del equipo del filme, entre técnicos y actores, que rondaba el medio centenar se alojaron precariamente en la zona, con excepción de Muiño y su esposa que lo hicieron en un hotel de la capital provincial.
Cuentan que Nestor Patrón Costas, caudillo de la aristocracia rural de la provincia y hermano del ex gobernador y entonces senador conservador Robustiano Patrón Costas se ofreció a colaborar con el rodaje, desde su finca en el Valle de Lerma, en ese paisaje por cierto dificultoso para quienes lo descubrían en circunstancias como esta, enviando un grupo de sus gauchos, en tanto que la hoy Guarnición de Ejército Salta aportó 800 soldados.
Durante el rodaje, y en una escena de combate donde los que pujaban por la independencia colocan paja en las colas de los caballos que encienden para arremeter contra los realistas, Demare recibió quemaduras en su rostro que, por suerte, no le impidieron seguir al frente de su escuadrón técnico y artístico.
Las proyecciones se extendieron por 19 semanas, las primeras a platea colmada en numerosas salas de todo el país, donde logró convocar a más de 170.000 espectadores. Una recaudación entonces más que significativa y suficiente para recuperar lo invertido, a lo que se sumó el éxito que se replicó en salas de Montevideo, dejando algunas utilidades extras.
Hay en los protagonistas, un discurso pomposo, acorde a la literatura del Lugones, responsable del relato original (un libro que cuentan fue comprado por la productora al hijo del autor por 10.000 pesos y dos discos de jazz), y a la pluma inspirada de sus adaptadores, Petit de Murat y el santiagueño Manzi, ambos nacidos del radicalismo pero el segundo en FORJA, una corriente nacionalista-populista.
La historia tiene lugar en 1817, en las tierras que en la actualidad ocupa la provincia de Salta (al noroeste de Argentina). Los gauchos partidarios de la independencia utilizan como estrategia la “guerra de guerrillas”, al mando del general Güemes contra el ejército regular realista, que respondía a la monarquía española.
Dice el prólogo: “Desde 1814 a 1818, Güemes y sus gauchos, en la frontera con el Alto Perú, abandonada por las tropas regulares, sostuvieron una lucha sin cuartel contra los ejércitos realistas. Esa lucha de escasas batallas y numerosas guerrillas se caracterizó por la permanente heroicidad de los adversarios.”
“La espesura de los montes cobijó centenares de partidas. La guerra de recursos se abrió como un abanico mortal sobre los campos. Viejas tercerolas, sables mellados, hondas, garrotes, lanzas, lazos y boleadoras fueron las armas del gauchaje. Ni el hambre ni la miseria detuvieron a estas huestes primitivas”, continúa.
“A ellos, a los que murieron lejos de las páginas de la historia, queremos evocar en estas imágenes”, concluye.
Según el historiador César Maranghello “Justamente el carácter de gesta popular que Lugones reivindicaba al decir que «la guerra gaucha» fue en verdad anónima como todas las grandes resistencias nacionales” prueba que los adaptadores supieron captar una fuerza subterránea que explota pronto en hechos históricos decisivos.
En su texto, Manzi subrayó el espíritu nacionalista del original, similar al que por entonces impulsaba un gran sector de oficiales del Ejército Argentino, encabezado por Juan Domingo Perón, promotores de la revolución del 4 de junio de 1943, y quién más tarde llegaría al poder, para convertirse en el líder de masas que gobernaría el país hasta 1955.
Vista con la perspectiva que permite el paso del tiempo, esta obra con múltiples autores encuentra como fuente narrativa, por su estructura, el ensamble de los episodios del original de Lugones, y la épica impresa a través de sus personajes a la historia de esos episodios bélicos, “La Guerra Gaucha” puede ser considerado el primer western del cine nacional.
Dijo por entonces La Nación: “Por la magnitud de su empresa, por la realidad y la imaginación; la dignidad del tono con que evoca nuestra guerra gaucha y la exaltación patriótica que trasunta; por el vigor y por el interés, por su sentido y porque se ha conseguido que cruce entre sus imágenes «la sangre de la tierra» puede estimarse que ‘La guerra gaucha’ responde, como elevada expresión de nuestra cinematografía, a la trascendencia de la lucha que evoca y a la belleza del libro admirable que la inspira”.
La sala que proyecta cine del Teatro San Martín, del Complejo teatral de Buenos Aires, lleva el nombre de Leopoldo Lugones por ser el autor de la película que marcó un momento clave del cine nacional, el que más allá de ser una producción independiente prologó el periodo de mayor oferta de cine nacional y de crecimiento de su aspecto industrial.
Petit de Murat dijo en su estreno: “Desde Prisioneros de la Tierra no he trabajado con tanta alegría en film alguno. Sé que ‘La guerra gaucha’ puede constituir una etapa esencial de nuestro cinematógrafo, algo distraído por las sugerencias que vienen en las ciudades (y en tantas ocasiones vacías), imágenes fabricadas en el exterior.” y concluyó que “…con sus posibles errores, será una película totalmente argentina.”
Y tenía razón. A 80 años de su estreno, “La Guerra Gaucha” conserva la misma emoción del sacristán Lucero de Muiño (que recuerda a su anterior “El cura gaucho”, a propósito de Brochero), el que pierde la vista en un enfrentamiento, el que con su violín toca el Himno Nacional compuesto cuatro años antes como símbolo de la patria naciente y que en el final, a pesar de tanto sacrificio y muerte vislumbra la llegada de Güemes, según Lugones el “numen simbólico” de la gesta, con las tropas que lograrán el retroceso de los realistas, y que se recortan en un horizonte lejano y cercano a la vez, iluminado por rayos celestiales, antes de la frase final y que el telón se cierre.
En la pantalla se lee “Así vivieron, asi murieron los sin nombre, los que hicieron La Guerra Gaucha”
A la espera de la eternidad
En el último medio siglo, con las nuevas formas de comercialización del cine y los avances tecnológicos permitieron renovadas alternativas de restauración y de explotación -cable, video, DVD, plataformas- porque todo cine es valioso, más aún aquel que es considerado como clásico, tanto por su justificado éxito comercial y de crítica, como aquel rescatado por sus aportes culturales.
“La Guerra Gaucha” es un clásico del cine argentino que marcó a su manera un antes y un después en la industria nacional, ya sea por su origen independiente dentro de la estructura de los estudios que ya había dado el puntapie inicial con sellos como Argentina Sono Film y Lumiton, entre más, como por su contenido estrictamente nacionalista en una coyuntura social clave.
Una semana atrás el 37mo Festival Internacional de Cine de Mar del Plata la proyectó en soporte fílmico de 35 mm. con una muy buena respuesta del público, del que desde entonces solo pudo verla por televisión en copias muy precarias, o el de los repasos en aniversarios redondos, la mayoría de las veces en la Sala Lugones del Teatro San Martín, de la mano de Cinemateca Argentina.
Existen copias en soporte fílmico de la obra que cumple 80 años y que reunió un grupo de artistas igualmente memorables, en el Museo del Cine, en la Cinemateca Nacional del INCAA, en 35 mm. y en la Fundación Cinemateca Argentina. Es un buen momento para que su puesta en valor y digitalización se materialicen.